A punto de emprender el viaje final, el librero contempló sin alterarse la insólita explosión de miles de páginas danzando al vuelo. Con la templanza del que nada tiene que perder, se sentó frente a la luz cegadora y sintió la fuerza del viento que jugaba con las páginas, -marchitas, ajadas-; el viento que removía frases -repetidas, desgastadas-; el viento que agitaba palabras olvidadas, ignoradas.
¿A dónde irán las palabras que nadie siente?, se preguntó. Palabras aferradas al papel como salvavidas, lanzadas al aire como grito de socorro, susurradas al silencio como último intento.
¿A dónde van las palabras que repiten cada segundo, en cada lugar, los amantes rechazados, convertidas por la indiferencia en música sin armonía? ¿Qué destino tuvieron las palabras que forjaron la historia de escritores desencantados, hilvanadas entre lamentos y deudas? ¿En qué lugar se perdieron las palabras de cariño que nadie quiso corresponder?
El librero deseó, por última vez, con todas sus fuerzas, que aquel viento indómito y milagroso repartiera con justicia las palabras, para que aquellos que lo necesitaran oyeran -leyeran-, por una vez en la vida, unte amo, te comprendo, te acompaño, te ayudo